En el mundo que habitamos hoy día, resulta muy difícil pensar en la existencia de personas a las que se puedan llamar
santos, pero, aunque el resto del mundo no lo crea nosotros sí, ¿por qué?,
simple y sencillamente porque nosotros mismos lo somos.
No importa la cantidad de pecados y hayas
traído hasta tu encuentro con Jesús, la Biblia dice: El llevó nuestros pecados y que el Espíritu de Dios habita desde entonces en nosotros. Ahora bien ¿es confortable y se siente a gusto el Espíritu
Santo dentro de nosotros?.., sé que en estos momentos estás pensando en
todas esas mentiras, las miradas lujuriosas, los pensamientos impuros y todos
tus demás pecados y dejarás de sentirte santo, pero ¡hey!, la santidad no es una
sensación o sentimiento, va mucho más allá de nuestra especulación sensorial y
trasciende todo acto egoísta y repulsivo de nuestro ser.
El ser santo no pasa
por el hacer o no hacer, el ser santo significa: ser apartado para Dios, pero
¿apartado de qué?, pues del pecado, más estar apartado del pecado no nos
asegura que no hemos de caer en el. De manera más sencilla y sin tantos rodeos:
ser santo es recibir el regalo inmerecido de la gracia, hecha realidad en la
Sangre derramada por Jesús en la cruz, para cubrir todas las faltas que
nosotros cometimos, cometemos y cometeremos. Pero, ¿es acaso esto un permiso o
boleto para hacer todo lo que nos venga en gana?, claro que no, si pensamos
así, es porque no nos ha amanecido, y el conocimiento sobre la palabra de Dios
que poseemos es menos del mínimo.
Ahora bien, es bueno y sano el hacer una
mirada introspectiva, revisar si a la habitación del Espíritu Santo hemos
permitido la entrada de cucarachas, roedores u otra clase de alimañas que, sin
darnos cuenta, pueda estar ensuciando lo que debería permanecer impoluto. Tal
vez sean algunos comentarios subidos de tono, unos chistes de doble sentido,
una discusión que se salió de madre, una película o serie de televisión que
implantó escenas obscenas en nuestra mente, una mentira "blanca" o un
saludo hecho con hipocresía... pequeñas cosas de nuestro día a día pero que
igual nos manchan y ensucian, situaciones que, a nuestro juicio o modo de
ver, no serían considerados como pecados pero ante los ojos del
que es tres veces Santo,
serán vistos tal cual son: sucios e infecciosos pecados.
No te des látigo, no te castigues o
auto-infrinjas dolor mental y espiritualmente, ya sabes que no hay otra cosa
para hacer sino ir a los pies de quien te puede ayudar, orar con un corazón
contrito y humillado, pedir perdón, arrepentirte y seguir adelante, porque lo
quieras o no es un ejercicio de obligatoria práctica diaria y de no hacerlo
solo ensuciarás más y más tu vida. Recuerda: no nos ensucia tanto lo que entra
a nosotros como sí lo que sale de nuestro corazón y pedir perdón es más
sencillo cuando a quién se lo pides es todo amor, paciencia, gracia y
misericordia.
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